Los amigos en Venezuela son como los mangos
Yo nací y crecí en Venezuela. Y allá, uno entendía que los amigos eran como los mangos. Los encontrabas en todos lados, aparecían sin pedirlos, eran gratis, algunos lamentablemente se pudrían y otras te llegaban en forma de apetitosas mangas.
Ahora, al emigrar, me sigo dando cuenta de que los amigos son como los mangos. La cosa es que, fuera de Venezuela, los mangos sólo los encuentras dentro de un supermercado, son costosos, escasos, no todo el mundo los conoce, sólo te ofrecen mangos verdes como si se tratara de la versión Angus de los mangos y cuando tienes uno amarillo en tu mano; lo tratas con más cariño que a tu pasaporte en un viaje.
Así es la vida del emigrante. Una vida de mucha soledad y pocos mangos, por lo que uno vive recordando lo afortunado que era en Venezuela cuando vivía rodeado de esta fruta por doquier. Aunque todos eran distintos y ninguno era perfecto, eran lo mejor.
Estaba el amigo “mango dulce”, que era ese mango que sabía muchísimo, pero no por sus estudios académicos, sino porque le sabía la vida a todo el mundo y uno disfrutaba saboreando todos esos chismes durante horas.
Estaba el amigo “mango maduro”. Ése que se cae de la mata y te da en la cabeza, convirtiéndote en una versión tropical de Isaac Newton descubriendo la gravedad. Éste es el amigo que te baja los ánimos por ser pesimista. Y cuando le dices que es pesimista, te dice: “Yo no soy pesimista, soy realista. Porque la realidad es lo que es y no lo que a nosotros nos gustaría que fuese”.
Teníamos al amigo “mango kamikaze”. Era ese mango que permitía que lo lanzaras contra la mata para tumbar más mangos, así él terminara estrellado del otro lado de la calle. Era ese amigo que recibía la llamada de tus papás o de tu pareja, cuando estabas en una travesura, para siempre decirles: “Sí, él está aquí conmigo, pero ahorita está en el baño”.
Nunca faltaba el amigo “mango verde”. Era el amigo que por sí solo era antipático, pero una vez le echabas sal y adobo, se convertía en el alma de la fiesta. Básicamente era como el genio de Aladino. Al destapar la botella, salía a relucir en todo su esplendor.
También estaba el amigo “mango podrido”. Se caracterizaba por su aura compuesta de moscas, su olor a licor de mango y porque siempre estaba empotrado ahí, en el patio de la casa. Era ese amigo que llegaba a una fiesta de tu familia y amanecía al otro día, acostado en un sofá, borracho y oliendo tanto a cigarro, que parecía un salón de bingo ambulante.
Contaba uno con el amigo “mango de nevera”. Era ése que uno dejaba olvidado en la nevera, no lo miraba, no lo tocaba y dos semanas después, seguía ahí… conservadito y esperando que uno lo sacara. Básicamente era como los actores de las películas de acción. Aunque la academia siempre los ignore, todos sabemos que son los mejores.
Teníamos al amigo “mango de hilacha”. Ése que, por más que buscaras desprenderte de él, siempre se aferraba a ti, dejándote evidencias en todos lados. Básicamente es el amigo al que nunca le contestas el teléfono por una sola razón: cuando habla, no se quiere despedir.
Estaba el amigo “mango suculento”. Se trataba de ese amigo o amiga que vivía mostrándole la pepa a todo el mundo. Lo bueno es que luego nos divertía por horas contándonos quién se lo había comido.
Aunque nunca estaba de más el amigo “mango comprado”. Porque en un país como Venezuela -donde se consiguen mangos gratis donde sea- era ese amigo demasiado vivo que lograba venderle un mango a cualquiera o ese amigo tan “caído de la mata”, que terminaba pagando por un mango aun viviendo en Venezuela.
Quienes emigramos, recordamos cuando en algún momento fuimos uno de estos mangos. Ahora, en cambio, somos mangos de exportación, exhibidos fríos y solos en el anaquel de algún supermercado extranjero; buscando que nuestra existencia se limite a una relación comercial con alguien. Aunque cuando nos prueban, se sorprenden de ese gran sabor que siempre tenemos concentrado en un solo objetivo: volver a ser un mango más de ese patio llamado Venezuela.